Muerte y luto en la Época Victoriana: cadáveres embalsamados y fotografiados

diciembre 18, 2019

En las últimas décadas del Siglo XIX, las personas morían por un simple resfriado por lo que estaban terriblemente familiarizados con la muerte.
Se estaba enfermo casi siempre por cortos períodos de tiempo antes de que su vida finalizara. Una vez que ocurriera, se comenzaba a preparar el cuerpo y la casa para el funeral, un acontecimiento donde todos llegaban y que cuando terminaba, se debía seguir con actitudes de extrema tristeza durante años y a veces décadas (más que nada para la esposa del fallecido).



Primero, detenían el reloj en su cuarto tanto para marcar la hora de muerte como una superstición para evadir la mala suerte. Luego cubrían los espejos, la familia no quería arriesgarse a que el espíritu quedara atrapado en el vidrio, y no querían que el resto de los integrantes sean tentados por la vanidad. Se colgaba una corona negra en la puerta principal (como la de Navidad pero sin los colores) para señalar a todos que una muerte había ocurrido en la casa, de esa manera podrían tocar suavemente la puerta en lugar de tocar el timbre, y de esa manera, el luto oficialmente comenzaba.

Era un asunto intensamente personal y a la vez estaba sujeto a las cargas de la etiqueta, las cuales eran sofocantes y debían seguirse al dedillo.

Tanta etiqueta.

La época victoriana todavía veía al hogar como el centro de reunión para la muerte y el dolor, la mayoría de las personas morían y eran atendidas en su casa. Aún así, el mundo exterior y la sociedad como se conocía exigían ciertas reglas.

Las familias, especialmente las mujeres, tenían que literalmente preocuparse. Hacer parecer a los demás afligida y preocupada aunque ya no lo estuviera. Se tenían que interesar hasta en la manera en que su diario local cubriría la noticia del fallecimiento. Lograr una buena muerte, es decir, encontrar la eternidad con los ojos abiertos, un rostro calmo, la valentía para enfrentar al Juicio Final y a Dios y con alguna que otra palabra de sabiduría, era la meta a lograr de todas las personas

La presión para lograr esa muerte digna y cristiana fue tan grande que cambiaban los rostros de las personas que no habían tenido una "buena muerte".
Lo que la hace una muerte tan fascinante, es que en la época victoriana aún se mantenía intacta la comodidad y la cercanía con el cuerpo muerto. Tenerlo en la casa, mientras comían y hacían sus quehaceres estaba más que naturalizado, y sacarse fotografías con ellos mientras el cadáver se les descomponía, también. No hemos visto tal naturalidad para con la muerte en más de cien años.

Las familias de clase media alta y clase aristocrática enviaban rápidamente un mensaje a la modista al momento de la muerte diciéndoles que necesitaban ropa apropiada y completa para el luto. Los vestidos de luto se volvieron un negocio tan grande que a finales del 1800, grandes almacenes tenían una sección sólo para eso.

Hechos de crepé negro, esa ropa pesaba mucho para la familia, tanto económica como literalmente. Eran hechos con una altísima calidad de sedas y lana, y después tratados con productos químicos para hacerlo completamente rígido, arrugado y mate.

Esta ropa negra era cara, incómoda, olía a osario (lugar donde se depositan huesos humanos) y estaba saturada de arsénico. Se sabía que los velos de crepé causaban manchas moradas en la cara, acné y dolores de cabeza
La emperatriz Alexandra Feodorovna, las duquesas Elena Vladimirovna, y Marie Pavlovna y el zar Nicolás II, todos en duelo por la muerte del hermano del gran duque George en 1899
Poco después de la muerte, el enterrador era llamado. En la primer parte del Siglo XIX, el enterrador era ese hombre al que llamarías para conseguirte un ataúd, el atuendo negro y el transporte para el cadáver. Pero a finales del mismo siglo, él se presentaría como Director Funerario, dándole un título de profesionalidad y convenciendo a la gente de que sus habilidades eran más que una necesidad

El embalsamamiento se volvió parte de los servicios que ellos daban, y aunque una mujer promedio podría lavar un cadáver y prepararlo, había algo que no podía hacer: embalsamarlo. Para 1880 las funerarias presionaban por convertirlo en una necesidad y el público lo compraba.
Se realizaba en la intimidad de la casa por el mismo Director funerario que traía un kit con él, usualmente en el dormitorio o la cocina. La mayoría de las funerarias tenían su fórmula secreta para embalsamar un cuerpo que generalmente incluía grandes cantidades de, obviamente, arsénico.

Así es, más arsénico.

Antes de que estos servicios llegaran e inmediatamente después de la muerte, una enfermera, criada, pariente o vecina se ocupaba de atender el cadáver, cerrando los ojos con un algodón húmedo que se dejaba por unas horas, atabando un pañuelo por debajo de la mandíbula y alrededor de la cabeza para mantener la boca cerrada hasta que el rigor mortis lo congele en ese lugar (rigidez que suele aparecer a las 3 o 4 horas después de la muerte).

La ropa de entierro al igual que la normal, podía hacerse por encargo o comprada ya hecha. La muerte era algo tan común de experimentar y tan naturalizado que algunas mujeres incluso cosían su propio sudario o vestido para enterrarlas y lo guardaban "amorosamente" en papel de seda debajo de la cama, como una prenda de bodas.

Una vez que el cadáver fue limpiado y, si la familia quisiera, embalsamado, serían trasladados al salón para su funeral. Allí se quedaría durante varios días para permitirle a los parientes o amigos lejanos que llegasen a despedirse . De ser necesario (y seguramente lo era) el cadáver tenía que ser enfriado con hielo para detener un poco la descomposición y que la casa no oliera a podrido. Arreglos florales elaborados y abundantes no sólo decoraban el ataúd sino que ayudaban a enmascarar los olores desagradables.
Incluso había ataúdes de hielo o refrigeradores de cadáveres patentados.
Después del servicio, el ataúd se sacaría por los pies primero para asegurarse de que el espíritu no mirara hacia la casa y decidiera quedarse o llamar a otros para que lo sigan a la tumba. Muchas veces el recorrido al cementerio no era directo para que el fantasma no encontrara su camino de vuelta.

Se enviarían tarjetas de luto (negras) después del funeral con la información de nacimiento y fallecimiento además de un poema o una frase y a veces (cuando eran muy acaudalados) hasta una fotografía. Si se era un pariente cercano podría hasta llegarte un mechón de pelo del cadáver.
Se esperaba que la gente se quedara con estas tarjetas como recuerdo dentro de un álbum parecido a las tarjetas de recuerdo de la Comunión cristiana o bodas. Una especie de "Tengo que atraparlos a todos" de Pokémon.


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